Carlos Rossi
AP EOL-AMP
Buenos Aires
Serenamente convencido de que la violencia es un real social, de que solo un paranoico de ley pudo imaginar el funcionamiento de un pacto y de que la paz es el tiempo entre dos matanzas, me propongo avanzar en una lectura de este fenómeno, pero partiendo de algunos relatos testimoniales sobre la misma como único modo de escapar a una sociologización antilacaniana in extremi.
Teoría King Kong, de la escritora punkie francesa Virginie Despentes, publicado en 2007, narra en primera persona la experiencia de una violación sufrida a los diecisiete años. No hay nada desencarnado en su texto; por el contrario, se trata de una fina sutura entre vida y relato que empuja a reformular nuestros conceptos sobre lo traumático. Fiel a la educación sentimental punk, su escritura es la de un cuerpo que no se ausenta, porque el punk rock es eso: el estallido de una generación hambreada por la violencia del gobierno de Margaret Thatcher durante los años ochenta.
A ciegas y con una torpeza inusitada, los punks se despegan de la multitud adormecida formando el pequeño grupo que llaman Pogo.
¿Cómo narrar?
El tándem Freud-Benjamin empuja, por un lado, al imposible de pasar a la palabra lo que no se puede decir y, por otro, a refundar el campo narrativo cada vez. Podríamos decir que ambos aspiran a una escritura nueva de ese real traumático que funda en el acto su propio valor y hace lugar al sujeto descolocado. Es en este sentido que Lacan alude a la letra como surco por donde es plausible una circulación o un drenaje del goce. Sin embargo, no se trata de sublimación o catarsis exclusivamente. Se trata de visibilizar la cicatriz del trauma en tanto que el texto produce trama en el enjambre. Se hace necesario, por tanto, ubicar los modos singulares que toma la narración para cada sujeto en función de las herramientas con las que cada uno de ellos cuenta.
Ese tratamiento de la violencia, por supuesto, no agota el campo. Sostenemos que no lo agota, pero lo aborda en un doble movimiento. Al igual que con los llamados restos sintomáticos, el texto y sus restos se sostienen anudados en una relación de extimidad que detiene por un tiempo la migración de ese goce desconocido. Lo propongo como un modo de entender el pasaje de la historia a la hysteria. De alguna manera, consuena con el pase como empuje-a-la-novela, en tanto espacio del relato de cómo cada uno de desembarazó de los amores con la verdad¹. Lo hace entrar en el discurso. Virginie Despentes lo dice con claridad: la violación es fundante de su ser de escritura. Al igual que James Joyce, lee los datos de su vida como un texto que anticipa su biografía. Ese procedimiento escritural produce una mutación de su historia en estilo, de manera tal que efectúa su ser de falta en una operación que además se disemina al campo más extenso de la literatura:
“Siempre existimos. Aunque los hombres, que solo imaginan a mujeres con las que quisieran tener sexo, no hayan hablado de nosotras en sus novelas.”
Es certera. De un solo golpe, arma un lugar y un lazo. Antes de su trazo, esa mujer no existía en la novela masculina. Rompe con la estrategia que denomina el silencio cruzado para hacer entrar su trauma en la literatura. Es tan lacaniana que no necesita afirmarlo: sabe que la palabra es tan peligrosa como curativa. Sabe leer a Joan Riviere. En ese sentido, su escritura encuentra el camino que conduce a una salida singular y posible de la narrativa neurótica que no puede ser otra cosa que laberíntica.
Ni madre, ni femme fatal.
Ella y su texto.
¹Miller, J. –A., El lugar y el lazo, Paidós, Bs. As., 2013, p. 379, 380.