La infancia, la de todos y cada uno

por Patricia Pérez
Docente e investigadora de la Universidad Nacional de San Luis
Especialista en Educación Superior
Lic. y Prof. en Educación Inicial

“En el último cuarto de la vida es cuando se comprenden las soledades del primer
cuarto, y la soledad de la vejez repercute en las soledades olvidadas de la
infancia” ¹ . Podría decirse que para Gaston Bachelard (1884-1962), la infancia es
entendida como una presencia en la vejez que sólo puede ser redescubierta y
comprendida cuando se ha recorrido la vida.

Para el autor, la infancia no es algo que ya pasó y que no tiene ninguna actualidad
en el presente, para Bachelard es un estado, una presencia y un valor permanente
que atraviesa todas las experiencias de una vida. Además de permanente, el valor
de la infancia es dialéctico, por un lado tiene que ver con la imaginación material,
sus imágenes fundantes y su fecundidad artística, pero también tiene que ver con
el “obstáculo epistemológico” para un conocimiento objetivo.

Estas dialécticas de mutua constitución son indagadas por el autor en las prácticas
educativas, de las cuales consideramos en este caso particular, aquellas que
acontecen en el nivel inicial. Este aspecto, lleva a Bachelard a delinear una
pedagogía que plantea las condiciones de una práctica que debe hacer posible
que un sujeto llegue a ser crítico, activo, autónomo y creativo, tanto con su
imaginación como con su razón.

En este sentido, el valor dialéctico de la infancia nos indica que hay que realizar
con ella un movimiento doble: perderla para reencontrarla, combatirla para
ganarla, conservarla para recuperarla transformada más tarde. Nuestro pasado, entonces, no cuenta como pasado, sino que renace recreado, lo que implica una
vuelta subjetiva de la infancia en la adultez.

Por lo tanto, la infancia que referimos siendo adultos es una infancia ficticia y real;
ficticia porque es recreada y real porque tiene que ver con las imágenes primitivas,
verdaderas, fundantes de nuestra subjetividad. Pero, no hay sujeto que llegue a
ser activo, crítico, autónomo y creativo si no se da primeramente un rico
despliegue de la imaginación material en la infancia. Sólo a partir de tal despliegue
de la imaginación infantil podrá tener lugar más tarde la creación en arte y en
ciencia y, en la cumbre de sus posibilidades subjetivas, la sobreinfancia.

La sobreinfancia es, para Bachelard, una conquista tardía y difícil, gracias a la cual
un sujeto puede volver sobre lo que se le ha sido dado en los instantes y en las
temporadas infantiles fundadoras de su ser, para que pueda criticarlo, recrearlo y
abrirse a lo nuevo.

En este punto, destacamos la importancia que estas reflexiones tienen para la
práctica del docente de nivel inicial. ¿A qué niño, a qué infancia me dirijo en mis
prácticas? ¿Me dirijo al niño que fui, al que hubiera querido ser? ¿O más bien me
dirijo al niño que tengo enfrente? Porque el niño que tengo enfrente es diferente
del que fui y del que hubiera querido ser, y sólo puedo reconocerlo como tal a
partir de un retorno a mi propia infancia como estado permanente y actual.

Bachelard distingue, así, una “imaginación formal” y una “imaginación material”. La
imaginación formal remite a la causa íntima que es causa formal de una creación;
la imaginación material refiere a imágenes que tienen que ver con experiencias
directas con las materias del cosmos que son el fuego, el agua, la tierra y el aire,
materias que son misteriosas, profundas y que constituyen fuerzas inagotables
para la imaginación.

La imaginación material y sus imágenes se van configurando, así, a través de este
contacto que el niño tiene con las materias cósmicas, contacto en el que se ponen
en juego interrogantes infantiles, primeras hipótesis acerca del mundo y elementos
inconscientes. Es decir, no es una pasiva recepción de datos sensibles ni las
imágenes son meras copias de lo dado en la experiencia, sino que suponen una
actividad de descubrimiento y exploración del mundo.

Además de ser el momento de las imágenes fundadoras, la infancia es también el
momento en el que se experimentan y se graban en el inconsciente las
correspondencias entre los sentidos: colores, sabores, olores, sonidos y
percepciones se entrelazan singularmente, de modo que unos sentidos remiten a
otros.

Estas imágenes se dan en una dimensión temporal llamada “el instante”, que se
inscribe en nosotros como una “temporada”; todos nuestros recuerdos se remiten
a las temporadas de la infancia y a sus marcas. Estas temporadas tienen una
dimensión singular y una dimensión universal, de modo que en el entramado de
las temporadas se va configurando una “memoria cósmica” para todos y cada uno.

Las imágenes materiales se manifiestan en los sueños y en los ensueños. A partir
del psicoanálisis, Bachelard plantea que el sujeto no es un activo constructor de
las imágenes del sueño, debido a que éstas se le imponen y le muestran algo; en
cambio, el ensueño es una actividad diurna, por la cual el sujeto se vuelve
libremente hacia sus imágenes y las recrea.

A partir de ello, se podría pensar la diferencia entre una “ensoñación inicial” en el
niño, referida a las imágenes de las materias cósmicas: “En el ensueño del niño, la
imagen prevalece sobre todo. Las experiencias sólo vienen después” ² ; y en una
“ensoñación” propiamente dicha en el adulto, quien lúcida y poéticamente vuelve
hacia la infancia y sus imágenes, a partir de lo cual puede crear.

Y en este crear que generan las materias elementales de la imaginación,
consideramos conveniente comenzar por el fuego, que es quien nos hace volver al
redil o a la cuna poética de la infancia. Pero esta vuelta a la cuna poética de
ensueños y poemas puede promover también la dialéctica entre ensueños y
pensamientos. Esta llama nos remite al mismo tiempo hacia la infancia de los
primeros fuegos del mundo y hacia los comienzos de la vida en el cosmos.

En este punto, sería interesante destacar que el fuego se resiste; esta resistencia
provoca en el niño la configuración de las primeras teorías acerca del fuego en su
carácter animista. Así es que para el niño, el fuego se presenta, en cualquier
circunstancia, como un elemento que muestra como algo que no se deja dominar,
que resulta difícil de encender y de apagar.

Las imágenes primeras de la infancia son las verdaderas imágenes, tienen su
propia verdad, son la verdad para un sujeto. No se trata aquí de una verdad
científica, sino de la verdad de la imagen primera, fundamento último de cualquier
verdad subjetiva. Aunque más tarde sea preciso rectificar estas imágenes
primeras para acceder al conocimiento científico, ellas poseen su verdad
intrínseca y son una fuente inagotable de creación.

“En las fiestas del invierno, en mi infancia, se elaboraba aguardiente. Mi padre
echaba en un gran plato aguardiente de orujo de nuestra viña. En el centro
colocaba terrones de azúcar partidos. En cuanto el fósforo tocaba la punta del
azúcar, la llama azul descendía haciendo un ruidito sobre el alcohol extendido…
era la hora del misterio y de la fiesta… ¡Qué pobre, fría y oscura es la experiencia
de un bebedor de té caliente!” ³ .

La vista, el oído y sobre todo, el gusto. Tras el espectáculo misterioso de la
preparación del aguardiente al calor de una llama azul, el bebedor bebe un agua
rica, ardiente y colorida, que el gusto no olvidará. Estas correspondencias entre
sentidos no hallan su fundamento en una explicación científica válida para todos los casos, sino que se fundan en una experiencia “material” singular, que deja
marcas imperecederas en el inconsciente de un sujeto.
La constitución de la imaginación material en la infancia se vincula también con
otro elemento cósmico: el agua. “Feliz aquel que es despertado por la fresca
canción del arroyo, por una voz real de la naturaleza viva. Cada nuevo día tiene
para él la dinámica del nacimiento ¿Quién nos dará el despertar natural, el
despertar en la naturaleza?” 4 .

Para Bachelard, el agua simboliza y encarna un principio femenino, antagónico
con respecto al fuego. Y así como el fuego llevaba al hombre a su cuna poética, el
agua es un elemento que lleva al hombre a su destino, y al niño en su infancia, a
un devenir siempre renovado.

De todas las imágenes de la infancia en su devenir, la del agua es la imagen del
agua “madre”. Esta agua tiene rasgos especiales, provenientes de su carácter
femenino: puede mecer, mece como una madre. El agua nos vuelve a la madre,
no solamente porque simboliza la leche materna, sino porque nos lleva a soñar
con el regazo maternal.

Así, Bachelard, nos invita a ensoñar hacia las imágenes del agua, en su carácter
“matricial”. Estas imágenes remiten al amor, a la madre como el primer principio
activo de la proyección de las imágenes, fuerza que se apodera de todas las
imágenes para ponerlas en la perspectiva humana más segura, la perspectiva
maternal. Otros amores vendrán, pero esos amores no podrán destruir la prioridad
histórica de nuestro primer amor, que anima todas las imágenes y todos los
amores.

De esta manera, el autor intenta mostrar que toda imagen del agua remite a la
imagen material de la leche maternal, pasando de esas imágenes al lenguaje. En
este pasaje, el lenguaje del niño se vincula con el inconsciente: si éste, como indica Lacan, está estructurado como lenguaje, la leche aparece como “el primer
sustantivo bucal”.
En estas articulaciones teóricas, el lenguaje se presenta como una experiencia
materialista: la leche es la sustancia primera y el lenguaje tiene que ver con esta
sustancia, de modo tal que éste enraíza en una experiencia con la leche materna;
el lenguaje sería algo así como la “deglución invertida” de esta leche.

Hay, entonces, experiencia con las materias elementales y, a partir de ello,
estructuración del inconsciente como lenguaje. Podría pensarse que esta
experiencia primera con las materias constituye entonces un “prelenguaje” que
posibilitará el lenguaje. El orden de estas experiencias es para Bachelard el
siguiente: el fuego es la prueba, el agua es el alimento, el aire es el espacio, y la
tierra es la intimidad.

En la infancia, hay también contacto con otro elemento cósmico: la tierra.
Bachelard vincula la tierra con dos cuestiones capitales en la formación de un
sujeto: la acción del niño que trabaja sobre las materias y la intimidad del niño que
sueña, el díptico del trabajo y el descanso. “La imaginación se encuentra mejor
tras haber vivido un período de trabajo plástico bastante largo. Quien manipula la
pasta tempranamente tiene posibilidades de seguir siendo buena pasta. El paso
de lo suave a lo duro es delicado” 5 .

Las experiencias e imágenes referidas a la tierra tienen entonces que ver con dos
tipos de ensueños: los “ensueños activos que nos invitan a actuar sobre la
materia” y los ensueños que nos hacen regresar a “los primeros refugios” y a “las
imágenes de la intimidad” de la infancia: “Sólo debo decir de la casa de mi infancia
lo necesario para ponerme yo mismo en situación onírica, para situarme en el
umbral de un ensueño donde voy a descansar en mi pasado” 6 .

El retorno a la casa natal es más que una imagen simbólica, es una imagen
materialista, nutrida de recuerdos. El retorno a las imágenes poéticamente recreadas es el retorno a la madre, en un reencuentro imaginario y verdadero. En
esta casa natal hay toda una poética de los rincones, de los espacios secretos y
sombríos. Cada vez que el sujeto busca protección y abrigo, va hacia algún sitio
secreto que ha creado en esa casa natal y onírica.

Esta casa es primordialmente “onírica” porque es la casa de la infancia en la que
se materializan y se conservan todos los sueños de una vida. Bachelard encuentra
preocupante que muchos niños de hoy viven, de distintas maneras, en casas sin
rincones, sin lugares secretos. Vinculado a los rincones, puede verse un interés
infantil por los relatos en que se habla de subterráneos, antros secretos y
cavernas.

Estos sitios remiten a los miedos infantiles, que son los verdaderos miedos que se
sienten cuando “el rincón” propio no existe, o no se lo puede encontrar. Aún en el
adulto, cuando éste recuerda fielmente los miedos de la infancia, los experimenta
como actuales y, ante ello, intenta buscar un refugio en los rincones de su casa
onírica. Este miedo está ligado a la dialéctica del sótano y del desván, que pueden
ser los ámbitos de las desdichas imaginarias, que a menudo dejan marcado a un
inconsciente para toda la vida.

Estas reflexiones pueden promover otros de modos de hacer en el nivel inicial,
revalorizando el rincón de la “casita” como un lugar mágico en donde cada niño
pueda encontrar su refugio; generando un lugar para hablar y expresarse de
diversas maneras; y estimulando un ambiente adecuado de lectura en donde los
niños puedan leer y contemplar ilustraciones. Sitios en donde el niño busque y
encuentre sus rincones, sus refugios íntimos y secretos para imaginar y ensoñar.

La infancia es, para todos y para cada uno, el tiempo de la imaginación y del
ensueño inicial vinculado con las materias cósmicas. Al decir “para todos”,
destacamos que la infancia tiene una dimensión universal, que se especifica
singularmente “para cada uno”.

Pero, para todos y para cada uno, la infancia no es meramente una época de la
vida que dejamos atrás, sino que constituye un estado duradero y de valor
permanente. Se da entonces, “(…) la permanencia en el alma humana de un
núcleo de infancia, de una infancia inmóvil pero siempre viva (…)” 7 . Esta infancia puede estar olvidada, pero nunca suprimida, puesto que permanece siempre viva.

Ahora bien, ¿cuál es la importancia que estas reflexiones tienen en el nivel inicial?,
¿qué posibilidades habría de poder pensar una “otra” pedagogía?, ¿es posible
abordar la infancia en términos de “todos” y “cada uno” para “hacer” de otro modo
en educación inicial? Preguntas que desafían e interpelan nuestra infancia, la
infancia, la de todos y cada uno.


¹ Citado por G. Jean, Bachelard, la infancia y la pedagogía, México: FCE, 1989, p. 27.
² Bachelard, G. La poética de la ensoñación. FCE, México, 1996, p. 155.
³ Citado por G. Jean. Ibídem., p. 50.
4 Bachelard, G. El agua y los sueños, México: FCE, 1998, p 57.
5 Bachelard, G. La tierra y los ensueños de la voluntad. México: FCE, 1996, p. 125.
6 Bachelard, G., La poética del espacio, México: FCE, 1965, p. 43.

Bachelard, G. La poética de la ensoñación. México: FCE, 1982, p. 151.