por Cristina Posleman
Doctora en Filósofía
Directora del Instituto de Arte y Expresión Visual de la Facultad de Filosofía,
Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de San Juan.
Transcribo a continuación la presentación que realicé en el mes de diciembre de
2018 durante las VII Jornadas Regionales del Instituto Oscar Masotta Nuevo Cuyo
en la Provincia de San Juan. Destaco y aplaudo que la propuesta de la temática
por abordar haya surgido de conversaciones previas entre miembros de la
institución organizadora y quienes integramos la mesa. Celebro también que, de
esos intercambios, resultara el acuerdo sobre la atinencia actual de revisar e
interpelar ciertos aires de autocrítica generacional que se habían instalado durante
el 2018. Coincidimos sorpresiva y afortunadamente, casi sin tener que justificarlo,
con que estos aires tienen directamente que ver con la nueva ola de derecha que
se bate en nuestro continente, y también coincidimos en hacer notar la importancia
de involucrarnos con la ensayística dedicada a la estela de dos acontecimientos
fundamentales: los cien años de nuestra Reforma Universitaria y los cincuenta de
lo que se conoce como el Mayo Francés. Las Jornadas fueron bautizadas como
“Utopías de los ‘60. El problema del racismo”. Por mi parte, elegí enfocarme en
este título. Hacerle preguntas. En ese momento me pareció que, interpelando
cada uno de los términos, estaba llevando a cabo la acción misma de la proclama
a favor del futuro, de la memoria y del legado.
*
Entonces y primeramente: utopías. Una utopía, como tal, como una aspiración o
un llamamiento al futuro, parece excedernos, traspasar nuestra capacidad de
arbitrar el tiempo, de dirigirlo. Una utopía —así en singular— lo hace. Imaginemos
utopías, ya no un horizonte y una configuración unificada, funcionando desde lo
inalcanzable, el símbolo de lo aspirado como lo que late y que no espera ser dado a su existir, aunque oficiando de cuadro de fondo. Estamos refiriéndonos, en
cambio, a una configuración un poco menos definida que, por ejemplo, la isla de
Tomás Moro. Con sólo detenernos en la tapa de Utopía (1516), del célebre
utopista del siglo XVI, podemos saber en qué consiste esa isla ideal que
protagoniza su narración, podemos arriesgar una descripción acotada del no lugar
que allí se nos entrega. Una marca muy clara de algo del orden de la denuncia
contra la tiranía inglesa nos hace de flecha al futuro. Pero ese efecto de
completitud que ese horizonte narrativo tan bien delimitado parece presumir, no es
el caso de nuestra experiencia, más parecida al traspasamiento de múltiples
líneas que se cruzan.
Cuestionemos esta Utopía (con mayúsculas) para despejar las diferencias. Por un
lado, se remite al contexto de la historia del pensamiento moderno, algo que en
filosofía se describe como una concepción lineal y progresiva de la Historia
(también con mayúsculas), centralizada en algunos países de Europa y sus
aliados eventuales. Además, esta concepción de utopía se liga a la afirmación o al
despliegue de una Subjetividad (nuevamente), que florece del despertar secular y
que alumbrará todos los sucesivos progresos de la humanidad. Es subsidiaria, por
otra parte, esta concepción de utopía a lo Moro, de una idea del pensamiento
como herramienta del progreso y, por eso, considerado en cuanto su potencialidad
técnica, su capacidad de transformación de la naturaleza, su pretensión y
habilidad, su prerrogativa de manipulación de la naturaleza.
Todo ello no es entramable más que con una idea de lo político, de los
derechos humanos, de la ética convivencial, de lo social, que da por sentada una
jerarquía de funciones de este sujeto; que excluirá ciertos y determinados
individuos del ámbito de la esfera de la racionalidad, de la capacidad de
plantearse sus propias leyes; que les adjudicará cierta y determinada incapacidad
de asumir responsabilidades civiles, la incapacidad, por ende, de comprender una
relación contractual. Les reservará el ámbito del infierno de la lucha entre lobos
hambrientos.
*
Sigamos ahora con la segunda parte de este título: los ‘60. Se ha escrito mucho
sobre el fenómeno de los ‘60, bibliotecas enteras que intentan explicarlo, asignar
sus causas y consecuencias, situarlo en un contexto de tales o cuales magnitudes,
criticarlo, defenderlo, mentir sobre él, magnificarlo, sacralizarlo, demonizarlo. Pero
es indudable, y nos consta hoy y aquí, que palpita por todos los ámbitos
—intelectual, académico, militante, clínico— la necesidad de inventarlo y de
reinventarlo. Las fechas no son sólo indicadores vacíos, las fechas trazan lo que
Deleuze y Guattari nombran como mesetas ¹ . Así entendidas, nos dan la
posibilidad de cartografiar nuestro espacio y tiempo, nuestro escenario de
acciones.
Entonces, por qué hoy de los ‘60 y no de otra meseta. Seguramente los ‘60
significan la emergencia de una experiencia que no tiene que ver con proyectarnos
desde una meta que nos configura, sino con realizar operaciones discursivas que
se diferencien de esta visión progresiva, lineal y acumulativa de la historia que
opera como un horizonte exterior a nuestras encrucijadas, a nuestros afectos. En
cambio, estamos asumiendo una concepción de la utopía como operatividad
misma de la emancipación. El filósofo mendocino Arturo Roig la llama “función
crítica reguladora” y la describe como el modo en que el hombre enfrenta y asume
más radicalmente su propia realidad contingente (Roig, 2009) ² . La función utópica
así entendida es esa instanciación del derecho a la discursividad, que pone en
crisis todo determinismo legal, es una “apuesta” ejercida sobre la base que ofrece
la realidad vivida desde la que se enuncia (el topos) y que consiste en justamente
eso, convertir la realidad en apuesta, asumirla en su contingencia para poder
torcer todo destino impuesto.
Y en ese sentido, es una proclama de necesidad de abolición de la proscripción
más grave en la que se ha apoyado el pensamiento universalista europeo: el cuerpo. El cuerpo es lo que irrumpe a la hora de desafiar esa visión diferida del
tiempo y de la historia, el cuerpo es lo que irrumpe cuando ya no es el apetito
contractual, la ficción usada al servicio de la subordinación, que nos enmarca y
direcciona.
Puede ser que los ‘60 sean en parte eso, una corazonada relativa a nuestros
cuerpos, a la forma en la que se los estratifica, relativa a cómo ha operado una
confabulación estratégica entre los enfoques binaristas aggiornados en torno al
hombre, al mundo, a la vida, y las lógicas que subyacen a su gestión. Porque
nadie puede dudar hoy de la centralidad y la inexorabilidad de la letra de los
contratos que nos abordan, de la gramaticalidad pretendidamente irrefutable de
los pactos escritos que firmamos. Y si todo contrato se sustenta en la ficción del
momento cero, según la que los ³ “iguales” del mundo subsumen su voluntad
individual frente al monstruo devorador de sus hijxs, en definitiva, si todo contrato
es una ficción, en realidad lo que firmamos es la abolición de cualquier derecho a
inventarnos. Los ‘60 significan la irrupción de una subjetividad que se descubre
inventiva, instituyente, que descubre que esa presunta totalidad que la define no
es tal y que si la aspiración a la totalidad puede seguir vigente en este otro mundo
que ya no es el del horizonte fijo, es una totalidad abierta, habitada por
singularidades, una totalidad o sistema abierto que se autoproclama y que festeja
la asunción de la contingencia, de la diferencia de la diferencia. Son los ‘60 como
década del cuerpo deseante, que proyectan el apodo al siglo, que será el siglo del
deseo.
Hago constar después de todo esto, mi adherencia a llamar a este tiempo, al
tiempo de los acontecimientos que estamos aludiendo, como proyecto
emancipatorio, consistente en un paciente y activo “dar batalla” por la apropiación
del sentido de proyectarnos, una batalla por la recuperación del cuerpo proscripto.
*
En este contexto no podemos dejar de mencionar justamente el rol del
psicoanálisis, que se erguirá frente al sujeto cartesiano de la conciencia y del
dualismo cuerpo-alma, que desafiará al ego cogito, que a su momento se mostrará
en su condición de ego conqueror. Seguramente es la proclama a favor de la
operatividad del inconsciente como instanciación de la subjetividad, aquello que
permitirá a Fanon, escritor martinico de principios de siglo veinte, formular la
pregunta, la que nos sigue interpelando hoy con más urgencia, y que condensa y
hace proliferar todas las marcas necropolíticas que sistemáticamente este
programa moderno posterga. Emulando la pregunta de Freud, Fanon inquiere en
Piel negra, máscaras blancas (1952): “¿qué quiere el hombre negro?” 4 . Y entonces
ya estamos en la tercera parte del nombre de estas Jornadas de conversación: el
problema del racismo.
Personalmente me encuentro a Fanon en medio de la realización de mi tesis
doctoral, ya hace algunos años. En esa oportunidad trabajé la operatividad de la
noción de creación en el pensamiento deleuziano. Durante la indagación acerca
de las articulaciones entre potencia de creación y política, me encontré con lo que
consideré una flecha hacia el futuro. En medio del Antiedipo (1973), un texto
fundamental para la crítica de las filosofías del y sobre el ‘68, aparece una alusión
a Fanon que encuentro crucial. Allí Deleuze junto a Guattari 5 lanzan una hipótesis
de lectura en torno a la teoría del yo cartesiano que desafía no sólo cierto capítulo
de la historia de la filosofía europea, sino que pone en jaque la autopercepción de
la historia de la filosofía occidental tout court, la que se sabe universal e
inexorable. Proclaman la condición de conquistador de Edipo, solidaria de la lógica
de la colonización o explotación. Allí late la escritura fanoniana, que se hace cargo
de la “experiencia vivida del negro”. Una o dos veces aludida en la obra de
Deleuze y Guattari, pero a las claras palpitante en ese momento de inflexión de
una filosofía que allí se autopercibe como constitutivamente racializada. Fanon relata una experiencia que lo lleva a efectuar una apropiación crítica de las teorías
filosóficas y psicoanalíticas en boga en su época. Todo el tratamiento que lleva a
cabo sobre el “cuerpo del negro” se conecta a lo largo de ese libro, a través de su
experiencia y la de sus compañeros y compañeras negros y negras. Un registro
vivencial acompaña la emergencia de una filosofía inédita. Por ejemplo, la célebre
anécdota de la experiencia de un trato despectivo en el colectivo por parte de una
señora que sienta a su niño blanco a dos asientos del “negro” indica a Fanon que
el cuerpo, al negro, le está negado, que impera relacionalmente un esquema
epidérmico más allá del histórico, que impide toda representación. La
configuración ontológica o comprensión de lo que es en sí real alcanza hasta
cuando aparece en un lugar, aunque invisible, en la Historia. El negro quiere ser
blanco, no hay otro destino para el negro, que ser blanco… Por eso, las críticas a
los dualismos tradicionales de la filosofía occidental, como la de Merleau-Ponty,
que pretende, con el concepto de cuerpo carneado, refutar la concepción
metafísica del cuerpo abstracto, quedan atrás cuando del esquema epidérmico se
trata. Aquí no hay chance para cuerpo alguno, no existe el cuerpo del negro, no
hay ontología que hospede corporalidad alguna.
*
Un escritor postergado por su adscripción explícita al movimiento antirracista y
anticolonial de mediados del siglo veinte y una figura académica reconocida y
ampliamente promocionada por la política editorial francesa se reúnen en el
tratamiento del problema del deseo cuando están desplegando el alcance de
Edipo más allá de las fronteras de lo individual-burgués-europeo-blanco, cuando
están llevando el análisis hacia una instancia que implica las relaciones
colonizador-colonizado. La tramitación del problema del deseo en la obra de
Fanon resuena en esta articulación antiedípica, que implica desafiar la
configuración naturalizada del cuerpo; mostrar la imposibilidad de toda
representación en el esquema epidérmico racial y, por otro, el acuerdo en
desplazar el deseo, de falta a potencia instituyente.
Que sea el Antiedipo y que sea Fanon, es esta conjunción la que me llevó a
pensar que hay un problema postergado en la filosofía occidental, que si bien ha
sido considerado eventualmente —el mismo Lacan tiene un capítulo no menor
sobre el racismo y la segregación—, no obstante, el mayor volumen de textos que
lo abordan persisten en un enfoque que no alcanza más que el esquema histórico
racial, relegando las consecuencias del esquema epidérmico del que escribió
Fanon a un futuro incierto.
Para finalizar, sólo expreso la necesidad de promover un compromiso situado, un
compromiso ligado con nuestros contextos latinoamericanos amenazados por esta
ola de derecha inédita, una responsabilidad con estas conexiones, la mayoría de
las veces barridas, entre escrituras que se precisan, en vistas de operar lo que
nombraba como función utópica del discurso. El psicoanálisis en Argentina le debe
eso al siglo del deseo.
¹ En su libro Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Deleuze y Guattari se refieren a la escritura en mesetas como: “(…) una región continua de intensidades, que vibra sobre sí misma, y que se desarrolla evitando cualquier orientación hacia un punto culminante o hacia un fin exterior” (Valencia, Pre-textos, 1988, p. 26).
² Roig, Arturo (2009). “Democracia y utopía”. Agora Philosophica. Revista Marplatense de Filosofía, Nº19, Vol. X.
³ Refuerzo el masculino.
5 Fanon, Franz (2009), Piel negra, máscaras blancas. Madrid, Akal, p. 41.
6 El Antiedipo, este texto fundamental para las genealogías críticas del siglo veinte, es de autoría conjunta. Referencio una de las traducciones al español: Deleuze, Gilles y Guattari, Félix (1988). Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia. Barcelona, Paidós.