EL LUGAR DEL PSICOANÁLISIS EN UN HOSPITAL GENERAL

por Dra. Romina Hernández Nieto
Médica Psiquiatra y en Salud Mental
Trabaja en el Servicio de Salud Mental
del Hospital Regional de la Madre y el Niño
En formación en Psiquiatría Infanto Juvenil
Delegación La Rioja

Si de locuras hablamos, se me ocurre pensar en el desafío a diario en el Hospital de
la Madre y el Niño de la ciudad de La Rioja. ¿Cuándo se dejó de lado al sujeto
singular y se lo comenzó a llamar por el número de habitación o más comúnmente
por el diagnóstico de su padecimiento? En mi formación en una residencia
interdisciplinaria en salud mental (RISAM) siempre hubo tensión entre los
profesionales de “neuropsiquiátrico”, a lo que algunos aspirábamos fuese un servicio
de salud mental. Luego fue mi llegada a un hospital general, en el que no había
lugar para la locura, lo que se convierte hoy en un desafío a diario para incluir los
padecimientos psíquicos en el abordaje médico. El trabajo a diario para darle una
identidad al servicio de salud mental del hospital llevaba de la mano darle identidad
a los sujetos que allí reciben asistencia. Esta experiencia no fue sin el encuentro con
el psicoanálisis, que me posibilitó construir esa mirada según la cual hoy sostengo
que cada caso es único aunque el diagnóstico del DSM pueda ser idéntico. “El
diagnóstico es preliminar porque quiere decir clasificar en categorías. Mientras que
una vez que el discurso analítico está instalado, el sujeto es incomparable.” ¹ El
sujeto del psicoanálisis no tiene identidad consigo mismo y es en tanto hablante que
no puede ser comparable con otro sujeto.

La inclusión de la salud mental en el internado es una tarea que se lleva a cabo
diariamente. Que haya un servicio llamado de salud mental no garantiza que los que
sufren sean alojados y que la locura (“las locuras” en tanto no pueden ser sino
singulares) no caiga bajo la política de la segregación, considerando que el hospital
es una institución social. Hubo que empezar a hablar de urgencias que conllevan un
sufrimiento, muchas veces codificado en patologías, enfrentarse a una clara
tendencia a la protocolización de los diagnósticos, pero también de los sujetos, al espacio concedido en la última cama del pasillo del internado. Son prácticas que
responden a una política ejercida desde el discurso del amo, que sólo quiere que la
cosa funcione y para ello anula cualquier síntoma que se pone en cruz con el
supuesto orden de las cosas. El intento de restablecer la “normalidad” se vuelve la
norma de la práctica médica, obturando la posibilidad de un tiempo de comprender,
de formularse alguna pregunta que considere las singularidades del caso, pero
también la subjetividad del profesional médico.

Mi decisión de incorporar la mirada psicoanalítica en el abordaje de las locuras se
funda en lo que este discurso posibilita en cuanto a alojar al sujeto que padece y no
a un diagnóstico que puede ser totalmente ajeno a él. A lo que el sujeto se identifica
es a significantes y esa etiqueta o código médico, como es el que proporcionan los
manuales con sus estadísticas de trastornos, lo que hacen es forcluir al sujeto y
despojarlo de sus marcas de la historia y del lenguaje. En las intervenciones, la
psiquiatría es apenas una pata de una extensa mesa de conversación con otros
profesionales, provenientes de diferentes disciplinas, lo que pone en tensión al saber
médico hegemónico. Es desde el trabajo interdisciplinario que se sostienen las
intervenciones, no sólo con el sujeto sino también con su familia e incluso con los
diferentes agentes de salud comprometidos en la atención. A veces las urgencias
son de los propios médicos que, empujados por el sistema de salud pero también
movilizados por su propia angustia, promueven la internación abreviada pero no
ajustada a la posibilidad del paciente de subjetivar algo del padecimiento. Ubico
también la dificultad para trabajar con el sufrimiento que no se ve, que no es medible
cuantificable u objetivable. A partir de aquí localizo dos lógicas de trabajo,
sostenidas por dos discursos, que operan uno por reverso del otro. “Así como la
cultura de la evaluación conlleva inmediatamente una destitución, el discurso
analítico comporta en sí mismo una institución y, hay que decirlo, una valorización
del sujeto. Así como la evaluación devalúa, el discurso analítico, de manera natural,
estructural, valoriza el sujeto. Cuando decía que el analista debía olvidarlo todo en el
momento de recibir a su paciente, indicaba algo de este orden: no compararás
siquiera el paciente a sí mismo de una sesión a otra. Estamos allí ante un orden que
proscribe la comparación”. ²


¹ Miller, J-A. Todo el mundo es loco. Buenos Aires: Paidós. 2015. p. 137.
² Miller, J-A. Íbidem.