por Santiago González Riga (Chanti)
Humorista Gráfico
Mendoza
“¡Cómo vienen los chicos hoy! ¡Mucho más despiertos! ¡Mirá qué chiquito que
es y ya sabe usar el celular”. Solemos escuchar esto a diario. Y es verdad que
los chicos se adaptan fácilmente a la tecnología, comparados con nosotros que
tuvimos que amoldarnos más de grandes. Esto no es malo de por sí, es bueno
que los chicos aprendan a manejarla, porque es una herramienta fundamental
en su futuro. Pero sí, lo que debemos cuidar es cuánto tiempo pasan frente a
las pantallas.
Vivimos en una época abrumadora, la de la sobreoferta del entretenimiento.
Tenemos todo al alcance de la mano: películas, videos, música, televisión,
series, juegos, etc. ¡Lo que no tenemos es tiempo! Un niño de hoy tiene
entretenimiento las 24 horas del día. No tiene tiempo para aburrirse. Y, en mi
opinión, ése justamente es el problema: deberían tener tiempo para aburrirse.
¿Por qué? Ahora les cuento.
Cuando yo era niño, solo teníamos una hora de dibujitos por día y dos canales
de televisión. Las películas se veían en el cine una vez cada tanto. ¡Y solo una
vez! No podíamos repetirlas. Por eso, también teníamos mucho más tiempo
para digerirlas y procesarlas. A la escuela íbamos en un solo turno y teníamos
pocas actividades extraescolares (que ahora son una obsesión de los adultos
que quieren que sus hijos hagan muchas cosas, que aprendan mucho y que no
les quede ningún minuto libre). Por lo tanto, todo el otro tiempo que nos
quedaba era para jugar. Y para matar el aburrimiento. Y esto hacía que
pensáramos e imagináramos más. Soy de una familia de muchos hermanos
(somos 8) y recuerdo cómo nos entreteníamos. Siempre estábamos generando
ideas para poder llenar esas horas de aburrimiento. Entonces, nos poníamos
todos a inventar qué podíamos hacer, y hacíamos dinosaurios en cerámica, un
zoológico de cartón, títeres con medias, marionetas, televisores con cajas de flan,
historietas (sí, varios de nosotros hacíamos historietas) y películas en el
Cine Graf (cansados de ver siempre las mismas que traía, descubrimos que
podíamos hacer nuestras propias películas con papel vegetal), entre tantas
otras cosas. Para mí, fue un entrenamiento maravilloso tener tantos hermanos
con los que podíamos contagiarnos el entusiasmo y tener tanto tiempo libre.
Por eso digo que fue mi mejor “taller de creatividad”, y no me lo dio la escuela,
que intentaba, de todas las formas, encasillarme y cortar las alas de mi
imaginación.
Fue así, con estos juegos y este entrenamiento, que supimos varios de
nosotros qué querríamos ser cuando fuéramos grandes. Mi hermano mayor, al
que le fascinaban los dinosaurios y nos hacía recrearlos en cerámica, se hizo
paleontólogo; los siguientes: astrónomo, arquitecto, ingeniero, etc. Y yo
historietista. Ese tiempo que matábamos haciendo lo que se nos ocurriera y
generando ideas, hacía que también descubriéramos qué era lo que más nos
gustaba. Ahora veo a tantos adolescentes a los que no saben bien lo que les
gusta cuando terminan el secundario, que me hace pensar que están aturdidos
por tanta información. Faltó ese momento de introspección, de descubrirse. Y
uno se descubre cuando hace cosas por sí mismo, cuando las genera, cuando
las piensa, cuando está solo.
La niñez es la etapa de absorber y de aprender. Pero también de jugar e
imaginar. Por eso, ¿cuánto tiempo dejamos que los chicos imaginen,
descubran por sí mismos? A los padres actuales les aterra que su hijo tenga
tiempo libre, y más que diga: “Me aburro”. Ahí nomás le encajan una tablet o un
teléfono. Porque también nosotros como adultos no tenemos tiempo. ¿Y saben
qué? Sí tenemos tiempo, pero lo malgastamos. Compartir el tiempo con el niño,
redescubrir las cosas junto a él, imaginar y jugar juntos, y —sobre todo— no
tener miedo a dejarlos que se aburran. Un dibujante solo puede dibujar cuando
la hoja esta en blanco. Si tenemos la hoja llena de garabatos y escritos, no nos
queda más que ser espectadores. Y tenemos que ser protagonistas de
nuestras propias vidas. Y dejar a los niños que también lo sean de las suyas.