Acerca del apetito contractual: la violencia sellada

Cristina Póstleman
Filósofa
Directora del Instituto de Arte y Expresión Visual
de la Facultad de Filosofía, Humanidades y Artes de la
Universidad Nacional de San Juan

La novela La Venus de las pieles (1870), del escritor austríaco Leopold Sacher Masoch, lleva por epílogo la célebre frase pronunciada en el pasaje 16 del capítulo de la Biblia, que lleva por nombre Judith: “Y Dios castigó al hombre, poniéndolo en manos de una mujer”.
Judith es una viuda judía de la que está enamorado el general asirio Holofernes, quien está a punto de destruir la ciudad de Betulia. Aprovechándose de que él ha quedado inconsciente por haber bebido en exceso, Judith lo decapita con su propia espada y huye llevándose la cabeza en una alforja. En el Renacimiento Inicial, Donatello esculpe en bronce una Judith virginal sosteniendo en alto su espada recién usada. Igual de virtuosa y desexualizada, la pintan Botticelli y Miguel Ángel, entre los más conocidos. Los renacentistas tardíos, como Giorgione, le imprimirán un trazo erótico que en adelante no faltará en las versiones masculinas. Tintoretto, Caravaggio y luego Goya harán suya la Judith, así como la pintora italiana Artemisia Gentileschi. Los primeros, con sólo diferencias técnico expresivas; Gentileschi, por su parte, le imprime un sello femenino indiscutible hoy.
En la versión de Caravaggio, por ejemplo, la mirada de Judith es débil, y pareciera que no tiene poder su cuerpo. Es Holofernes allí el que domina la acción. En cambio, la Judith de Artemisia tiene un poderoso cuerpo musculoso y su cuello, marcadamente delineado por los tendones protuberantes y fundido en un intenso contraste de luz y sombra, indica esfuerzo y concentración. En el centro de la composición de la versión de Artemisia, está la cabeza de Holofernes agarrada entre dos piernas, ¿invocando un pene?
El motivo atraviesa épocas y artes, pero es Sacher Masoch quien, bien entrado el siglo diecinueve, lo hará comparecer frente a lo que filósofos como Hobbes, Rousseau, Locke, entre otros, consideran la necesaria ficción que debe suponer el Contrato que está en la base de nuestras actuales sociedades. Esta cuenta que hubo un día en el que unos individuos, hastiados de permanecer en estado de guerra de todos contra todos, deciden sellar sus firmas en un contrato social destinado a garantizar la integridad de sus vidas y de sus propiedades. Ellos presumen que, poniéndose bajo la sumisión de un monstruo mayor, las voluntades individuales se inclinarán como girasoles en función de ese gran sol unificador.
El apetito contractual, tal como aparece en las novelas de Sacher Masoch, pretende primeramente la inversión de los roles masculino y femenino. Es ahora Wanda -como se llama el personaje que encarna la Venus- la que tendrá en sus manos la aplicación de la ley.
Además, Wanda debe disfrazarse de doméstica y su víctima debe cambiar de nombre. El abrigo de piel es también norma. Debe tomar un fuste y adueñarse del cuerpo de su víctima.
No obstante, la Venus estornuda a menudo…Una demostración de lo absurdo de la punición de las afecciones o de la obscenidad de la ficción del punto cero que arrasa con la singularidad de los cuerpos se exhibe en esta distorsión de los términos contractuales que deja al desnudo que la misma ley que impide realizar el deseo, obliga a satisfacerlo. Y no es casual que sea una mujer quien blandee esta vez el látigo.
De la sentencia de Dios sobre Judith a los estornudos de Venus, se hace patente que, en este presunto acuerdo, las mujeres están proscriptas. La violencia del contrato se ejerce primera y constitutivamente en la exclusividad masculina -¡y blanca!-, de la firma.
Por eso, preguntarnos sobre lo que acontece en la distancia entre nuestros cuerpos y la letra de los contratos que nos implican, el social, el epistemológico, el sexual, por ejemplificar algunos, es la manera de poner a prueba su alcance, de asumir nuestros disfraces binaristas y racistas como lo que son, y de blandir esta vez el látigo de la resistencia instituyente frente a la condición imperativa del dogma de la norma negadora del cuerpo.