La terquedad: entrevista a Rafael Spregelburd

 Fotógrafo: Mauricio Cáceres

Rafael Spregelburd
Dramaturgo, Actor y Director
Buenos Aires

1. Sabemos que tu obra La Terquedad perteneciente al proyecto “Heptalogía de Hyeronimus Bosch”, el cual a su vez se inspira en “La mesa de los pecados capitales” de El Bosco, hace alusión a la Ira como uno de los siete pecados desarrollados allí. En ese marco, ¿qué convergencias y divergencias estableces entre La ira y La terquedad?

La Terquedad es la séptima parte de esta Heptalogía de Hieronimuys Bosch, un grupo de obras que escribí basándome libremente en el cuadro de El Bosco “La rueda de los pecados capitales” que está pintado sobre una mesa. Tiene varias cosas interesantes a nivel pictórico, sobre todo cómo cambia el punto de vista: para poder ver cada una de las siete representaciones morales de los pecados hay que girar alrededor de la mesa, es la única manera de poder verla de la manera correcta. Este fue uno de los primeros estímulos para transformar esta pintura en una pieza teatral: el carácter decisivamente activo del que ve.
Por cierto, toda la pintura anterior al Renacimiento, en donde el espacio se organiza de manera plana, en dos dimensiones, de forma más tradicional, toda la pintura medieval, la pintura bizantina, tiene para mí enorme interés porque todavía esos artistas (que no se llamaban artistas) estaban tratando de capturar (al plasmar el espacio) la forma del tiempo. Ambas cosas eran tal vez la misma cosa. Es muy común en las representaciones medievales, por ejemplo, ver a un personaje -casi siempre religioso- que va atravesando distintas situaciones (como etapas de un derrotero moral) y entonces aparecen distintos momentos de su curso, de su aventura: es como si el tiempo pudiese ser representado como ocurre en una historieta, a través de cuadritos o viñetas. Toda esta rara magia –tal vez producto de un equívoco- después se anula en la visión renacentista, donde el eje se desplaza hacia el hombre y no hacia dios y sus misterios. Yo creo que entre la pintura de El Bosco y la contemporaneidad hay más de un punto de contacto y este, la percepción del tiempo como problema, es uno de ellos. Pero El Bosco es singular: ni siquiera es estrictamente medieval. Es un pintor de la crisis. De la crisis del medioevo.
Y nosotros somos espectadores de otra crisis, de otro final: el de la modernidad.
Por otro lado lo más interesante que tiene esta pintura es su disposición gráfica. Cada una de las líneas que dividen los siete pecados parece converger en un centro, pero esto es ilusorio: a ojos vistas, las líneas no dan en un centro, están descentradas. En ese centro se ve una suerte de círculo que parece una pupila. Allí hay una imagen de Cristo señalándose la herida, y esta herida representa, tal como dice el filósofo y pintor Eduardo Del Estal, el octavo pecado. El asesinato de Cristo. La herida producida por la lanza de los guardias es la boca por la cual Dios habla con los hombres y les dice:
“Cuidado, Dios vigila”, esto está escrito en algún margen de la pintura. En fin: la pintura es como un viejo papiro que intenta un discurso aleccionador con unas palabras, unas terminologías, unos símbolos que están ya para nosotros un poco extraviados.
A mí esta idea del diccionario extraviado me ha fascinado siempre. Cómo en algún momento de la historia una pintura, o incluso un texto o un poema abierto, parecen ser unívocos, parecen hablar con toda claridad a sus contemporáneos y de pronto, perdidos en la oscuridad del tiempo, la univocidad de esos signos empieza a hablar por otras bocas y con otras voces y a decir cosas mucho más extrañas. Lo que se pretendía mensaje publicitario se transforma en súbito ruido de los ojos.
Es evidente que en la época de El Bosco pintar algo de amarillo, como se ve en El Carro de Heno, simbolizaba el oro. Todo el mundo lo sabía, todo aquel que veía algo amarillo sabía que allí había una referencia a la avidez o a la avaricia, pero cuando se pierden estas interpretaciones automáticas las pinturas empiezan a decir cosas muy extrañas. Si uno mira en el cuadro El Carro de Heno su paisaje y su anécdota verdaderamente son muy extraños -personajes arrastrando ese carro, unas monjas contando monedas al lado de las ruedas que aplastan a otros personajes-, naturalmente el mensaje era muy crítico de la situación de la iglesia. Bosch vivió en el momento del cisma protestante, la división del poder eclesiástico del poder político.
Esta idea del diccionario perdido, de la idea de un lenguaje que ya no necesariamente dice lo que decía cuando fue escrito, atraviesa toda la Heptalogía y, particularmente en el caso de La Terquedad, se hace tema directamente en su anécdota principal: un policía fascista en la época de la Guerra Civil Española que decide inventar una lengua artificial. La anécdota es más o menos verdadera; esto ocurrió. Yo tengo el libro de este policía que invento esta lengua artificial, pero es muy posterior, supongo que es de los años 70. Yo la trasladé impunemente a la Guerra Civil Española porque naturalmente el marco político me servía mejor como caja de resonancia para contar esta historia. La obra está llena, al igual que la pintura de El Bosco, de elementos que tienen más sentido que significado, es decir, que son difíciles de leer como indicadores de un mensaje. Allí pululan, tanto en el texto como en la puesta en escena, resabios de un universo que ha estallado, símbolos truncos con más sugerencia que significado: fantasmas varios, perros rusos embalsamados, brutalismo arquitectónico decorado con cabezas de jabalíes, policías represores de hoy y de siempre.

Yo creo mucho en esta diferencia entre significado y sentido, en el cual el significado sería la forma de las cosas y el sentido es esa tela invisible, ese fondo informe sobre el cual se proyectan las figuras. El sentido es inasible, innombrable, anicónico; no tiene forma y sin embargo su presencia se hace más latente cuanto más uno trabaja sobre la acumulación de formas y de signos.
En el caso concreto de tu pregunta, debo explicar que en virtud de lo dicho cada uno de los títulos de los pecados capitales está virado en mi Heptalogía hacia un otro pecado, otro título, otro tema. Los voy a repasar por orden: en La Inapetencia trabajo sobre la Lujuria; en La Extravagancia, sobre la Envidia; en La Modestia, sobre la Soberbia -o el Orgullo depende de la traducción-; en La Estupidez, sobre la Avaricia -o la Codicia depende de la traducción, ¿acumular de más o no gastar para nada?-; en El Pánico, sobre la Pereza; en La Paranoia, sobre la Gula y en la última -que es La Terquedad- sobre la Ira.
La representación de la Ira en el cuadro del Bosco parece muy central. Es la primera en leerse, ya que es la única que sigue la orientación “normal” del cuadro. Su anécdota está contada –como en el resto de los pecados de Bosch- de manera bastante extraña: son unos vecinos que pelean en la calle. Uno de ellos tiene una mesa incrustada en la cabeza como si el otro se la hubiese partido de un golpe. Aparentemente pelean por el precio del cereal o por unas bolsas de trigo que tienen allí al costado. Como he dicho ya, esta representación tan extraña –con zuecos, capas y sombreros por el piso- cuyo diccionario medieval se ha perdido, aparece bastante literalmente en La Terquedad: son unos vecinos muy cercanos que discuten por el precio del cereal (Montcada y Aribau), por la propiedad de la tierra (Planc y Aribau). Esto me condujo naturalmente al riquísimo tema de la propiedad en el marco de la Guerra Civil Española; los tres años que duró la Republica fueron los únicos tres años de la abolición de la propiedad privada o de intento de la abolición de la propiedad privada que hubo en la historia del hombre -en la historia más o menos moderna, porque aparentemente en la sociedades anarquistas primitivas la cosa ya era así de manera natural.
En estas duplas, Terquedad-Ira, Pánico-Pereza o Modestia-Soberbia, a veces el pecado tradicional es representado por una palabra que designa casi lo opuesto y a veces no; a veces simplemente es una asociación libre entre dos términos polares que generan una electricidad de matices entre un tema y el otro.
¿Por qué desplazar de un pecado conocido a otro que quizás ni siquiera lo sea? Pues porque lo que a mí más me interesa poner en juego en la Heptalogía es que el pecado es una convención. Todos los pecados, los tradicionales, se basan en la exacerbación exagerada de alguna actividad absolutamente humana y natural. Es decir: querer comer está bien; querer comer de más cuando uno ya está saciado es gula. Acumular dinero está bien -y no sólo está bien sino que algunas religiones lo premian con el paraíso, como ocurre con los evangelistas y otras variantes anglicanas-, pero en cambio querer acumular más dinero del que uno puede gastar en la vida es avaricia para otras religiones o sistemas de creencia. Todos los pecados precisamente son peligrosos porque la línea que divide esa actividad natural y deseable de la exageración de lo natural es trazada sistemáticamente por el poder. Es una línea muy difusa, tanto como el poder que la traza; lo que en un momento se considera cruzar esa línea en otro momento no lo es. Pensemos en la Soberbia, que es el principal pecado para la religión católica, el peor de ellos, el primero en ser castigado. Soberbia (superbia) quería decir antiguamente sentirse superior a Dios. No quería decir -como ahora- sentirse superior a otros hombres, y de hecho sentirse superior a otros hombres era correcto en los escalafones y las jerarquías medievales, que establecían como correcto que hubiera un Dios del cual surgiera un rey, un rey que era nombrado por voluntad divina y luego en la base unos súbditos que naturalmente eran inferiores a esa realeza, ¡estaba bien que hubiera clases distintas de valores de hombres! Todo ese sistema moral era un sistema político; el Feudalismo como una forma equis de distribución de la riqueza y de producción y explotación de la tierra. Sistema que a nosotros se nos hace completamente absurdo y equívoco, porque naturalmente en la modernidad esos valores antes incuestionables
desaparecieron. Aparecieron otros: la libertad, por ejemplo. La razón. La equidad.
¿Otras ilusiones?
Lo que quiero poner de manifiesto con la Heptalogía es que cualquiera de las sustantivos abstractos de un idioma podría usarse como pecado y que cualquiera podría trazar una línea detrás de la cual decir: esto es demasiado. Pero insisto: la relación entre Ira y Terquedad es más o menos casual, en la mayoría de las piezas de la Heptalogía no busqué lo contrario, sino simplemente otra asociación temática que no ocurriría si la obra se llamara lisa y llanamente La Ira. La ira que genera la guerra, el enfrentamiento entre vecinos, etc., sería tal vez una lectura un poco aplastante, un poco más chata; si en cambio yo llamo a esta manera de contar la Guerra Civil Española “La Terquedad” aparece una multiplicidad de matices, una serie de interpretaciones intermedias, inesperadas, y lo que a mí más me interesa: una enorme corrupción lingüística.

2. ¿Qué tratamiento haces en la obra de la relación entre Fascismo e Ira?

Bueno, yo hago naturalmente un uso tramposo de la relación entre fascismo e ira, en principio porque es teatro y el teatro no es un buen lugar para afirmar nada de modo categórico; es más bien un lugar para formular preguntas. Que el fascismo es malo ya lo sabemos. Lo sabemos antes de entrar a la sala. Lo que yo hago de manera muy corrupta es presentar un fascista con el que se pueda tener cierto grado de identificación. Esto es confuso y es un poco tramposo, lo que en la vida no toleraría en el teatro lo puedo analizar con frialdad y cierta distancia, porque es falso, es un experimento de las ideas; en principio esta “falsedad” (este artificio) se logra mediante algunas triquiñuelas. Por ejemplo, porque en la pieza hay otros fascistas que son mucho peores que el personaje principal, nuestro Jaume Planc.
En la discusión que él tiene con su vecino Roderic Aribau en la primera escena acerca de la propiedad del arado y de la pertinencia de esa guerra y otras yerbas, el propio fascista Planc se nos presenta casi como un fascista romántico, idealista y hasta admirable, mientras que el otro es un fascista pragmático que simplemente está tratando de buscar su ventaja inmediata: su punto de vista es más fácilmente condenable, lo que hace que nuestra balanza perceptiva se incline a favor del otro. Que no es en el fondo mucho mejor.
La idea de un fascismo disfrazado de humanismo es lo que me interesaba a mí.
Planc es un fascista con un proyecto humanista: la creación de una lengua que sirva para que la gente se entienda y que esto contribuya a abolir las guerras y la destrucción.
Naturalmente la relación entre fascismo e ira es bastante clara; el fascismo supone la afirmación de una sola verdad, no importa cuán verdadera sea, en tanto sabemos que la verdad depende del punto de vista. Por lo tanto, desde esta hipersubjetividad de la edad contemporánea, donde verdad es lo que el poder decide y lo que decide el mercado -quién tiene el poder, qué es lo verdadero-, toda pregunta acerca de la verdad es una pregunta que se muerde la cola. Sostener una única verdad y no escuchar sus contradicciones (no atender a las ideas en contrario) supone un germen de fascismo: la erradicación de lo opuesto.
Toda victoria, en este sentido, de una idea por sobre sus ideas secundarias o paralelas es fascista. La única manera de sostener estas ideas puras, no contaminadas de contradicción, es a través de la ira, de la rabia, de esa fuerza que lleva la sangre a las manos para encarar la destrucción del enemigo, de la valla, de aquello que nos impida aplicar nuestra idea. Es muy difícil encontrar un fascista sonriente, alguien que afirme una verdad y que al ver que esta verdad choca contra otras la defienda con bonhomía; más bien el fascismo conduce muy rápidamente a la maquinaria iracunda que provoca la destrucción.
Las relaciones entre el mal y el fascismo están suficientemente estudiadas. Me interesaban más las relaciones entre el fascismo y el bien; entre el fascismo y la razón; entre el fascismo y el melodrama.

3. Lacan propuso en 1950 la siguiente afirmación: «Los ideales del humanismo se resuelven en el utilitarismo del grupo»; lo dice en el contexto de la inmediata posguerra que implicó la caída de los grandes relatos y las ideologías en favor de una pragmática que toma su lugar. Teniendo en cuenta dicha sustitución, ¿qué le ocurre a Planc, personaje fascista de la obra? ¿Hay en la economía de esa «lengua universal» inventada por él, algo relacionado con ese cambio?

La observación de Lacan de los años 50 me parece sumamente pertinente porque al hablar del humanismo como defensa de lo definido por un grupo pone el énfasis en quién conforma ese grupo y quién queda afuera de éste.
Si lo volvemos a pensar en términos de la Edad Media, por ejemplo, hay una ley que es aceptada por todo el mundo, por la “humanidad” toda; esta ley es la del Cristianismo: existe un Dios y Dios es el camino más corto entre un hombre y otro hombre y quien no crea en eso es naturalmente sometido, quemado en la hoguera, o torturado por Torquemada y sus acólitos en esta lucha por la imposición de una verdad. Pero esa verdad ¡es verdadera! Lo es. Funciona como aglutinante de un mundo. Es decir, le funciona al grupo que se autodenomina como grupo. El excluido carece de punto de vista. Mucho menos podrá señalar a la Verdad Única como error.
Por grupo podemos entender una nación, una clase, un régimen, pero también podemos entender, y hoy por hoy queda bastante claro, un género. La mayoría de las leyes han sido creadas por hombres y son padecidas por mujeres y niños de acuerdo al funcionamiento de lo que decide un grupo que cree que esa es la verdad, un grupo de hombres, insisto, creando el mundo a su exclusiva imagen y semejanza. Esto es lo que se está poniendo en crisis ahora mismo, en nuestras décadas. La lucha por la igualdad de géneros, un ideal normalísimo, es similar en muchos aspectos a otras luchas de las que aprender: la de credos, la de clases, por ejemplo.

La idea de grupo –un grupo que se pretende “la humanidad”- es históricamente repetida: en nombre de la humanidad se practican atrocidades en aras de la defensa de ese grupo que excluye a las mujeres, a los niños, a los locos, a los débiles, a los pobres -ponele el nombre que quieras-. Por lo tanto, me parece que la suposición de unos pocos o unos muchos de llamar a eso “humanidad” o “plan de la humanidad” o “preservar la continuidad de la humanidad” es naturalmente muy confusa. Todos los grupos –incluso los más heroicos- han excluido siempre a una parte de la humanidad.
Yo -de todas maneras- creo que la idea de lo que está bien y de lo que está mal no puede ser erradicada del pensamiento y de la filosofía y creo que hay -y también en La Terquedad- una búsqueda de un bien y un mal que no dependan tanto de la subjetividad de quienes ensayan sus soluciones provisorias, de los hombres.
Parece que toda idea del Bien está preocupada por la preservación del futuro (esta es un poco una definición que a mí me satisface) y que toda idea del Mal está basada en la idea de indiferenciación, de confusión entre el bien y el mal. El mal que se presenta como mal forma parte del Sistema del Bien. Esa moral que dice yo soy el demonio, yo soy el infierno y otras formas de amenaza retóricas, forma parte del sistema del bien, es el enemigo claro, unificante, es aquello que hay que derribar. El problema es cuando el mal viene presentado de bien o viene mixturado de ideas humanistas; allí en la confusión, el mal es verdaderamente malo.
Los grupos deciden siempre sobre la base de la exclusión. Son escudos defensivos de un grupo por sobre los otros.
Nuestro presente más inmediato es clarísimo en este sentido.

4. Por último, con el fondo de la Guerra Civil Española, entre fascistas y revolucionarios, entre ideas humanistas y de propiedad privada, el pasaje al acto violento queda en manos de Natalie, la sirvienta francesa, que termina con la vida de casi todos los personajes sin una causa aparente. ¿Cómo pensaste este desenlace en la obra?

La decisión de dejar en Natalie, la criada francesa, el desenlace -tan dramático- de la pieza es un juego que naturalmente no es casual y que tiene que ver con muchas ideas previas.
Es normal que mis obras se presenten como trágicas y que en realidad sean catastróficas. La diferencia es que en la tragedia todas las cosas parecen ordenarse hacia su destino -su peor destino-, mientras que en la catástrofe el puro efecto parece querer enterrar las causas, las cosas surgen aparentemente porque sí. Dicen los teóricos del caos (o mejor dicho, los científicos de la totalidad) que en toda catástrofe hay una causalidad compleja.
El juego de mostrar una obra que se desencadena como tragedia y que termina en el lugar menos pensado te obliga a repensar los signos de ese final en los actos anteriores y ver si en realidad no has dejado pasar por alto alguna cosa.
Lo que has dejado pasar por alto seguramente es lo más profundo, que es lo que tiene que ver con la lucha de clases. La sirvienta Natalie parece todo el tiempo bastante inmune al problema debatido por la pieza (es prácticamente la única que trabaja, que trabaja para los otros) y como además como su “idioma” (en un sentido amplio) es otro, parece estar ajena, simplemente está allí para servir, y sirve bastante mal por otra parte.
Tarde o temprano, todos necesitan de su ayuda: el ruso le ofrece un dinero a cambio de matarlos si es que no llegan a un acuerdo, Aribau viene y le ofrece dinero para que rescate la lista en la cual cree que está su nombre para ser delatado por un vecino con el que tiene diferencias graves. Todos quieren pagarle por algún servicio extra y ella los mata y dice “no me gusta cómo me tratan”, así de simple, así de rotundo y así de escondido en el argumento total de la pieza.
Para mí, más allá de un mero efecto cómico, inmediato, tiene que ver con esta dilución del concepto de tragedia. Un concepto que a mí se me hace bastante anacrónico, o por lo pronto, demasiado imperante en la escena occidental como para no cuestionarlo, un conjunto de suposiciones que ha llevado casi 5000 años idéntico a sí mismo.
Me interesan mucho más estas indefiniciones de tragedias o comedias que en realidad se presenten como catastróficas. No en vano se ha definido a mi teatro como un teatro de las catástrofes.
Por otra parte, tratando de explicarme mejor, en mis obras es muy común que la idea de final aparezca atacada, a veces por alteraciones temporales que hacen que el final aparezca al comienzo y no al fin de la obra. Pero la idea de final que casi siempre acompaña al orden de la razón -causa luego efecto, acumulación de causas luego efectos- casi siempre está atacada en mi teatro, para que afloren otros modos de percepción que no sean solamente los racionales. El humor tiene también siempre ese uso, ese sentido de deconstrucción de lo meramente racional. Y además, en muchas obras mías ocurre algo parecido, y es que el final tiene el aspecto de un final, sí, pero parece ser el final de otra obra, no de la que estás viendo. Esto ocurre casi sistemáticamente en la última frase de cada una de mis obras, hay como una reflexión agregada, como la cola de la estela de un cometa agregada a ese final, que por simplemente estar ubicada en el final resuena de una manera muy especial sin ser necesariamente el desenlace de las causas sembradas anteriormente. Este impacto del puro efecto a mí siempre me ha seducido mucho, me parece que es un buen puñetazo a la Razón, y por lo tanto, una apelación a otros modos de comprensión que para mí están más ligados al inconsciente, al sentido.