Carolina Córdoba
AP EOL-AMP
Córdoba
Iluminar a trasluz los rostros de las violencias implica bordear en sus sombras las
segregaciones. Pero esto no comporta deslumbramiento alguno ni supone embanderarse
bajo ningún ideal de transparencia; más bien, entraña la sutileza analítica de alojar lo
extranjero que nos habita sin prescindir de su sagaz opacidad.
En la época signada por la impotencia de las palabras, las violencias emergen como puesta
en acto de la pulsión de muerte desenganchada del orden simbólico¹ . Para no negar la
pulsión de muerte, es preciso orientarnos por una Ética de un real sin ley. El psicoanálisis
tiene algo para decir: allí florece su apuesta con lo imposible al no dejarse marchitar con la
conformidad de los destinos trágicos.
Terrorismos, femicidios, maltratos, abusos de todo orden, modos en los que la época exhibe
las violencias en los cuerpos. Aniquilar y dañar el cuerpo del otro en tanto enemigo, así
como también ofrecer el cuerpo propio como objeto de sacrificio a los dioses oscuros.
Pocos escapan de la irrupción del odio de los hombres hacia otros hombres, en cuanto
pueden aprovechar una pequeña diferencia para justificar hacer desaparecer al otro,
maltratarlo, arrojarlo al exilio, depositarlo en los nuevos campos de concentración. Tal
como lo enuncia G. Briole, “todo lo que quedaría de humanidad serían esas bocas
hambrientas y no habría ningún otro horror más que los montones de desechos en medio de
los cuales algunos sobreviven. La analidad recubre la oralidad voraz.”²
En El malestar en la cultura, Freud³ advertía sobre el fracaso del programa del principio de
placer en la civilización a causa de la pulsión de muerte. Subversión freudiana que implica
no sin el inconsciente una alteridad radical. Por eso, captamos en ese mismo ensayo cómo
Freud se horroriza ante las consecuencias del mandamiento del amor al prójimo, por lo que
emerge en su reverso: la presencia de la maldad que vive en el prójimo y en cada uno.
Jacques Lacan demostró que la marca que deja la tensión agresiva del estadio del espejo se
traduce en que el otro es intrusivo y me despoja. El odio antes que el amor en relación al
semejante. Y el prójimo, más lejano que próximo, oculta y predice lo extrañamente
familiar, de lo extimo para cada quién.
En el año 1967, Lacan vaticinó lo siguiente: “Nuestro porvenir de mercados comunes será
balanceado por la extensión cada vez más dura de los procesos de segregación»4, y el
consecuente aumento de los racismos. Así como no dejó de señalar en los años 70, “cómo
el capitalismo excluye los problemas del amor”, rechazando la castración en una
desmentida sin freno de la pulsión de muerte, refutación de la cual la ciencia se hace su
aliada. Vivimos en la era de la canallada de los igualitarismos, de la imposición de la
dictadura de lo mismo, que deja a varios afuera. El Mercado exige la homogenización de
los gustos del consumo en beneficio de la voracidad feroz del capitalismo. La ciencia
apunta a la universalidad, al para todos; pero en esa uniformidad de gozar de una única
manera, se presenta lo disforme como resto en los límites de los modos de goce de cada
uno. Siguiendo a J.-A. Miller,5 propongo pensar como un nuevo totalitarismo el humanismo
universal y defensivo del discurso científico, que sostiene el absurdo lógico de pretender
que el otro sea semejante y que, paradojalmente, proclama sus pretensiones justo cuando el
otro tiene una singular propensión a manifestarse como no semejante a lo que se esperaba.
Si las nuevas invasiones bárbaras han llegado y con ellas, la emergencia de los muros con
los que parar a los inmigrantes para que no entren en nuestros propios territorios, se hace
necesario enfatizar que la ciencia y el mercado contribuyen para que levantemos los muros
en nuestro propio patio trasero, nuestra intimidad.
El dataismo colabora con esa “religión light”6 que entroniza a la imagen del cuerpo como
nuevo dios. Debe ser taponado bajo las clasificaciones evaluativas, justo eso de lo que no
queremos saber nada, lo segregado, lo extranjero, lo bárbaro, que se refugia en nosotros
mismos. La segregación en su presencia se constata por “los nuevos racismos”. Las razas
son efectos de discursos y constituyen los lugares donde los cuerpos vienen a caer,
ordenarse y marcarse.7 Lastre de lo humano, la segregación es condición fundante del lazo
discursivo como tal. Es porque el racismo que nos habita es ese horror a la heteronomía
radical que el goce femenino sitúa entre centro y ausencia, que se es “misógino de una
manera similar a la que se es racista.”8
¹ Morao M. y otros, Violencia y radicalización Una lectura del odio en psicoanálisis, Grama, Bs. As., 2016.
² Briole, G., Cloacina mundi, en La Lúnula 4 Revista virtual del CIEC, Córdoba, 2017.
³ Freud, S., El malestar en la cultura, en Obras completas, tomo XXI, Amorrortu, Bs. As., 1976.
4 Lacan J., Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista de la Escuela, en Otros escritos, Paidós, Bs. As., 2012, p. 276.
5 Miller J.-A., Extimidad, Curso de la Orientación Lacaniana, Paidós, Bs. As., 2010.
6 Miller J.-A., Un esfuerzo de poesía, Paidós, Bs. As., 2016, p. 234.
7 Lacan, J., El atolondradicho, en Otros escritos, Bs. As., Paidós, 2012, p. 486. Para Lacan una raza se constituye por el modo en que se transmiten
por el orden de un discurso los lugares simbólicos.
8 Bassols, M. Entrevista realizada por Ángela Molina para el diario El País Semanal de España , 29 de marzo del 2016